jueves, 29 de diciembre de 2011

UN HERMOSO MUERTO - PRIMER CAPÍTULO DE LA CONSPIRACIÓN DE LAS MARIPOSAS


– ¿Quién es? – pregunta el teniente.
La mujer recita sus notas con diligencia de secretaria:
– Se llama Rubén Manceñido, estudiante de quinto curso de Filología Hispánica, veintidós años, natural de Solano de Otero, hijo único. Sólo matrículas en su expediente, una luminaria.
– Se llamaba – matiza el mando.
– Lo que usted diga – se resigna ella, harta de sus apuntes bizantinos.
– ¿Qué hacía aquí? ¿No era una cena de profesores? – inquiere Negredo.
– No exactamente. Celebraban siempre el fin de año con una cena los profesores del Departamento de Literatura Española. Este año la han retrasado a enero porque en diciembre había varios fuera. Se han juntado más porque se jubila el director, un abuelito compungido que gimotea abajo: Mauricio.... – hojea su libreta escolar –...perdón, Maurilio Ojeda. Han venido también estudiantes que están en el Consejo de Departamento, algún becario y la administrativa. Están todos en el comedor – concluye su informe la sargento.

En la buhardilla, la luz primera de la mañana apenas esboza los perfiles de la escena. Una cama alta, dos mesitas. En una, dos botellines de cerveza y un cenicero sin colillas. Sobre la otra, un reloj barato, un cristal diminuto moteado de cocaína, una lámina de papel de aluminio y unas llaves. En un costado, un espejo circular refleja la muerte inmóvil. Su alma calla el recuerdo de la violencia reciente. Hace nada, apenas unas horas. De eso se encargará el forense, pero no hay rigor aún en esos miembros ausentes, callados como la fosa en la que descansarán mañana. Frente a los pies desnudos, un taquillón pequeño. Por el suelo, un reguero de ropa arrojada: un pantalón, unas botas bajas, una camisa negra que parecía preludiar una desgracia o un luto.

Negredo echa un vistazo sin prisas al escenario, dejando que el vuelo de la intuición, tantas veces fecunda, le traiga de vuelta un dato, un atisbo, el cabo que le lleve hasta el asesino. Su cabeza gira de uno a otro lado oteando el mínimo horizonte de la estancia. Los brazos en jarras, los ojillos negros registrando los detalles que no capta el objetivo de las cámaras, el orden que duerme bajo el aparente caos.

Junto a él, una mujer detiene su paso decidido ante la imagen contundente del crimen. Unos treinta años, alta, piel blanca, lechosa, casi infantil. El pelito muy corto y negro le aporta un aire andrógino que podría llevar a engaño. Se llama Yolanda Bragado y viste como cualquier joven urbanita: vaqueros ajustados, botas de cordones, jersey morado y una cazadora de cuero que arrastra tintineo de broches y metales. Es la compañera del viejo y, en cierto sentido, su antítesis.

El detective recoge su gabardina gris con delicadeza para hincar la rodilla sobre aquel tálamo funerario y clavar la luz de una linterna diminuta en los ojos de la víctima. Lo ha hecho cien veces, quizás más, y sigue sintiendo la misma náusea. Apaga su espada luminosa y se retira mientras sus labios recitan conclusiones, como quien dicta una carta o un informe.

– Lleva muerto cuatro horas, seis como máximo.

Yolanda se acerca a la mesita más cercana, se pone los guantes blancos y examina el interior de los cajones. Luego repara en el espejito y se lo indica al teniente:
– ¿Ha visto esto, jefe?
Él apenas la mira, responde mecánicamente:
– Sí, lo he visto. Recógelo en un sobre para analizar. Ahhh ....y no toques demasiado. Ya sabes, primer mandamiento.
– Sí, sí, ya sé: preservar la escena del crimen.

Hay un destello de rabia en los ojos de la mujer que se alimenta de la odiosa sensación de sentirse ninguneada, apartada, relegada al papel de secundaria. Es sólo un segundo. Luego, como siempre, cumple sin demora la orden encerrando en una bolsita transparente el espejo y sus barnices colombianos.

El viejo recoge del suelo el pantalón vaquero y husmea en sus bolsillos. Nada. Poco más en la cazadora de cuero que se encoge sobre el respaldo de una silla: el carné de la Universidad, algunos billetes nuevos y una foto de dos ancianos que intentan sonreír. Sus padres, quizás.

Negredo continúa su inspección con aires de sabueso cansado. Cada genuflexión es acompañada por resoplidos, quejas y un resuello creciente. Ya no tiene edad ni ánimo para el trabajo de campo. Le faltan seis meses para jubilarse. Cada día que pasa tacha la fecha en un calendario que cuelga en su despacho del cuartel. Una muesca más, un día menos. Está harto de desayunarse con muertos todas las mañanas. Ya lo ha dicho en varias ocasiones: luego se me cierra el estómago y el café me sabe a mierda. Manías de poli viejo.

Poco después, llegan otros dos hombres. El uno, calvo, canijo y narizotas, es el forense y se llama Ignacio Pedreña. El otro le saca la cabeza y una melena abundante que recoge en una coleta blanquinegra. Es Jeremías y empuña en su mano izquierda una enorme Nikkon que brilla con la misma negrura disuasoria de un treinta y ocho.

Su disparidad se asienta también sobre sus maneras. El galeno apenas saluda, abre su maletín y comienza un relicario de comprobaciones, tactos y muestreos que ejecuta resuelto y silencioso como un empleado funerario.

El silencio sólo se rompe, brevemente, por la pregunta de Negredo:
– ¿Cuánto?
El galeno, sin levantar la vista de unos frasquitos que atesoran el secreto de las uñas del difunto, responde burocráticamente:
– Por la temperatura del hígado, unas cinco horas.

Jeremías, sin embargo, se detiene, saluda como un trasgo irónico a los colegas, guiña un ojo a Yolanda, y comienza a disparar su cámara contra la víctima y su circunstancia. Durante unos minutos, el ruido monocorde de las descargas conspira con los destellos del flash, dotando a la estancia de un aire surreal, fantasmagórico, como de discoteca sin música. Los rostros de los tres hombres y la mujer se retratan con precisión psicodélica en ese fresco criminal. El de Jeremías, parcialmente oculto tras su arma; los de los otros, congelados en una contemplación hipnótica del muerto.

En los ojos dulces de Rubén hay un esbozo de ternura y de sorpresa, como si la muerte le hubiera llegado por la mano de un hermano o de una amante secretamente despechada. En sus mejillas aún brilla el rastro de dos lágrimas que mueren en la comisura de una boca entreabierta, tal que si hubiera intentado pedir una explicación al brazo bárbaro que ha sembrado ese cuchillo en su pecho. Sus manos adolescentes se abren igual que las de un Cristo traicionado y desnudo sobre la blancura de las sábanas, sin rencor.