sábado, 17 de marzo de 2012

APUNTES PARA TU BOCA: EL LORO

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René tiene un loro mudo y pelado, regalo de una novia rencorosa, al que no le presta más atención de la que merece la nostalgia de los cuerpos olvidados. Cuando ella se fue, tras enorme tormenta de insultos y amenazas, lo olvidó, como se olvida un disco o unas medias.

El ave, en cambio, sintió su orfandad y el abandono, pues, poco a poco, fueron naciendo en su cabeza enorme calvas que, rápidamente, se extendieron al pecho y las alas.

Un mes después, René llevó al bicho a un veterinario que, tras minucioso examen, concluyó que no había nada que hacer sino esperar pues las llagas del abandono sólo las cura el tiempo. René regresó a casa con el enfermo enclaustrado en su jaula de lustroso alambre, tapada con un pañuelo floreado, ya que no quería exhibir las miserias del alado a la mirada pública.

Corrió el tiempo y, poco a poco, fue abandonado al triste a su destino, esperando en vano a descubrir una mañana una nueva especie de loro suicida. Le entristecía verlo así, pero, sobre todo, le hastiaba la eterna agonía del desplumado, al que negaba la posibilidad de un asesinato sin castigo, toda vez que un extraño cristianismo animalista le impedía quitarle por su mano la poca vida que tenía.

Y así se fueron los días y las semanas, hasta que René entabló relación con Estela, una azafata de congresos, bilingüe y ninfómana, que asaltó el apartamento y su entrepierna con una violencia inopinada. René se entregaba a sus demandas hasta la extenuación, y ella se complacía con tanta sinfonía de gritos y susurros que hasta el loro no perdía ripio de aquellos combates estereofónicos que se sucedían ante sus ojillos atónitos.

Al principio los miraba con sorpresa aviaria, subir y bajar sobre el sufrido tálamo, en sucesión insoportable de violencias y castigos. Los miraba sin entender, abriendo poco a poco sus pupilas, como sólo pueden mirar los condenados. Sin embargo, el loro fue recobrando prestancia y lozanía, recuperó plumaje y brillo, y cada vez que Estela cruzaba la puerta y arrancaba la batalla de aquellos cuerpos, el loro erguía su cresta, comenzaba a bailar sobre sus patas y el milagro de la vida podía sospecharse bajo aquel pecho inflamado de colores.

René observaba absorto aquel milagro, que pronto vinculó a la llegada de Estela y sus entregas. Y poco a poco, mientras se enredaba en las ansías que trae el deseo, miraba el renacido para constatar el celo de su mirada incendiada. Sintióse entonces escrutado e incómodo, a la par de debilitado en su virilidad y empezaron a sucederse gatillazos que el atribuyó a la presencia de aquel voyeur plumífero. Estela lamentó aquellas flojeras y se espaciaron sus visitas y regalos.

De manera que, arrastrado por la inquina, cuando esta tarde apareció de nuevo la dulce Estela y las pieles iniciaron el baile de las ternuras, el anfitrión miró a su enano, miró los ojos cabrones del pajarraco, casi riéndose de él, y tomó la decisión de cubrir la jaula con una vieja manta que cegó al loro y su vicio. Poco después, mientras las manos de él se ataban a las caderas de la amada y su boca aullaba la llegada de la gloria, el viejo mudo gritaba bajo la infame cobertura:
-Caaaaaaaaaaabrón, René, caaaaaaaabrón.

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